lunes, abril 20, 2009

LA LEYENDA DEL DÍCTAMO REAL

El díctamo es una yerbita muy fragante que nace en lo alto de los páramos andinos. Entre los indios es planta sagrada, a la cual atribuyen la rara virtud de prolongar la vida. Todos hemos visto y olido los manojitos de díctamo que las rozagantes parameñas venden en el mercado, pero es creencia popular que ese no es el verdadero díctamo, el díctamo real sino una planta semejante, puesto que la existencia de aquél está envuelta en el misterio: sólo los venados dan con él en la soledad de los páramos, a la hora en que el sol baña con tinte de rosa los escarpados riscos.

He aquí la leyenda de díctamo:

Hubo un tiempo en que reinaba entre los indios de los Andes una mujer por extremo hermosa, que ejercía un poder inmenso sobre las tribus. Los mancebos más arrogantes y valerosos la cargaban en un palanquín de oro por floridos campos y las márgenes de los ríos al son de los instrumentos músicos. Las doradas espigas de maíz y los lirios silvestres se inclinaban ante ella; y volaban gozosas las avecillas para endulzar sus oídos con la melodía de sus cantos. Tan prendados estaban los indios de su reina, que miraban como una calamidad pública el más leve quebrado de salud que la afligiese. No se consideraban felices sino el bajo influjo de sus gracias y la sabiduría de su gobierno; pero sucedió que un velo de su tristeza empezó a cubrir el semblante de la hija del Sol, y poco a poco fue apoderándose de ella una enfermedad desconocida, que la consumía sin dolor. Las danzas y músicas sólo le producían lágrimas. Sus salidas, cada vez más raras, eran ya tristes y silenciosas como un cortejo fúnebre.

La comarca entera se conmovió profundamente. Por todas partes se hacían demostraciones públicas para aplacar la cólera del Ches, entre ellas la extraña y patética danza de los flagelantes, especies de penitencia pública que consistía en una procesión de danzantes en la que cada indio tocaba con una mano la tradicional maraca, y con la otra se azotaba las espaldas, todo en medio de una algarabía diabólica, en que se mezclaban el ingrato sonido de aquel instrumento músico, las declamaciones de dolor y los gritos salvajes.
En la selva sagrada, en los adoratorios y en las riberas de las lagunas andinas los piaches hacían de continuo ceremonias singulares ante los ídolos deformes del culto indígena; pero la reina continuaba enferma: Día por día se adelgazaban más sus formas bajo la vistosa manta de algodón, y perdían sus mejillas aquel color de nieve y rosa que les daba el aire puro de los Andes.

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